lunes, 6 de junio de 2016

Apología del Delirio por Mario Mendoza




El establecimiento vive haciendo la apología de la cordura por una sencilla razón: hay que ser productivo. El modelo a seguir es el Homo Faber, el hombre que hace, Bob el constructor, el hombre capitalista por definición, el ahorrador. Y el Homo Ludens, el hombre lúdico, el poeta, el creador, el que inventa en momentos de ocio, el derrochador, es mal visto, censurado, es acusado de perder el tiempo, de no hacer nada. Y resulta que el exceso de realidad también enloquece, genera neurosis, destruye. No hay nada más exasperante que la cotidianidad, la rutina diaria, las obligaciones, pagar facturas, hacer filas interminables para reclamar cualquier tontería, lavar la loza, acudir a reuniones de vecinos para definir si se envía una carta o no a la alcaldía. ¡Qué pereza, qué aburrimiento, qué inutilidad tan insoportable!

El problema de nuestra educación es que nos enseña esa especie de amodorramiento doméstico, de docilidad casera. Muchos profesores son tipos acartonados a los que nada entusiasma, que bostezan con las mismas clases que dictan, que repiten año tras año las mismas ideas, incluso los mismos chistes. En sus calificaciones premian al estudiante soso que suele no poner problemas, al que hace la tarea sin cuestionar nada, al pelmazo que más adelante quiere también ser profesor y repetir las mismas sandeces. Uno nunca entiende por qué le va bien a tanto estudiante melcochudo, almibarado, que suele pasearse por la sala de profesores y hacerse amigo de todos ellos, llevarles café, preguntarles por sus hijos, sus mujeres o sus esposos; ese o esa estudiante que siempre lleva puesta una sonrisa idiota y que tiene espíritu de lacayo. Lo mismo pasa con los empleos: siempre ascienden al que hace caso, al manso, al sumiso, al que se deja moldear a su antojo.

No hay que olvidar que en los juicios de Nuremberg les preguntaron a muchos asesinos del talante de Adolf Eichmann por qué habían cometido semejantes atrocidades, por qué habían cremado a seres humanos, por qué habían gaseado con veneno a tantos niños y a tantas mujeres inocentes. Y resulta que toda esa gente no era gente mala, sólo era gente obediente, gente que había recibido órdenes, gente que deseaba congraciarse con su jefe y cumplir con sus trabajos del mejor modo posible.

Sospecho que es exactamente al revés: deberíamos premiar al insumiso, al desobediente, al que lleva la contraria, al apasionado que mantiene sus sueños intactos y que no se deja machacar por la atrofia de la costumbre. Deberíamos calificar bien al que siempre está fuera de lugar.

Invoco en este justo momento la fuerza que nos arrastra por fuera de todo sometimiento; la fuerza que nos conduce a fugarnos a territorios inhóspitos; la fuerza de la aventura; la fuerza de la rebeldía, que nos obliga a decir no; la fuerza creadora que siempre está maquinando in-subordinaciones y motines. Bienvenida sea toda capacidad de riesgo.

En un mundo tan plano, tan chato, donde cuerdo es sinónimo de esclavo, hagamos la apología del delirio. Benditos los que desvarían, los que siempre están al borde del despropósito, los que permanecen en estados de éxtasis. Bienaventurados los desenfrenados y los frenéticos, que nos recuerdan la importancia de la desmesura y el desequilibrio.

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