lunes, 16 de noviembre de 2015

CALLE 13- SIN MAPA (DOCUMENTAL COMPLETO)

Espero conozcan otra parte de nuestra Latinoamérica y que les guste el documental...  


LA GROUPIE (Otras lecturas del fenómeno del Reggaeton)

Les dejo este vídeo, fragmento de la canción y la letra... Además, el vídeo completo por si quieren escucharla. 


LETRA :
[De La Ghetto] 
La conocí en la disco, se me pega como groupie 
Ella bien fashion con sus amiga que son puppies 
Ella me dijo que si le meto al 2c 
Y le conteste que no, pero le como el pussy 

Se puso histérica, empezó a mover el booty 
DJ arriba, hacela que sienta la music 
No le metas regular, lo que ella fuma es kushy 
Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

[Ñejo] 
Ando con unas nenas que son bien fashion, 
Están guilla' de Kim Kardashian 
Se pasan preguntando que cuando les presento al Dalmation 
Por WhatsApp, que le mande mi location 
Esto va a sonar por El Coyote, 
Por El Semáforo y Alex Sensation 

Acá no hay planeishon, pero esta canción va a ser un palo 
Y no tenemos que frontear de que somos millo ni que somos malos 
Se pasa jodiendo, acá no hay de falo 
Y en el perfil del Instagram tiene una foto que dice 
"She love the swallow" 

[Lui G] 
Tu hueles tusie, yo le meto al whisky 
Ando con Ñengo Flow, Ñejo y De La Geezy 
Dame esa pussy pa' ponertela bien juicy 
Darte pa'l de nalgadas y dejarla broosie 

Ella quiere sexo, yo bellaquera 
Darte como una perra, como una culquiera 
Jalarte por el pelo, agarrarte por el suelo 
Usarte como escoba, aúlla como loba 

Uh me la chupa, me la soba 
Uh y la leche me la roba 
Ella se hace la mas boba 
Mal parida, piroba 

[De La Ghetto] 
Me pongo mas sátiro, y la toco rápido 
Le sobo ese bollo mas mojao' que un parque acuático 
Se lo entro rápido, y se lo saco rápido 
Le echo el polvo mágico que la deja en pánico 

Me pongo mas sátiro, y la toco rápido 
Le sobo ese bollo mas mojao' que un parque acuático 
Se lo entro rápido, y se lo saco rápido 
Le echo el polvo mágico que la deja en pánico 

La conocí en la disco, se me pega como groupie 
Ella bien fashion con sus amiga que son puppies 
Ella me dijo que si le meto al 2c 
Y le conteste que no, pero le como el pussy 

Se puso histérica, empezó a mover el booty 
DJ arriba, hacela que sienta la music 
No le metas regular, lo que ella fuma es kushy 
Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

Papi, súbeme, súbeme que no me oigo, 
No me oigo, sube sube sube 

[Nicky Jam] 
Mami lo mio es automático, llego tu maniático 
Tu dices que eres mi fan, pero yo soy tu fanático 

Tu si te pones loca, pero yo ya estoy lunático 
Voy a darte duro en la cama, en eso soy fantástico 

Como no te conozco, tengo que ponerme plástico 
Tus ojos están pidiendo que te meta con el látigo 
Grande ese culo, y eso me pone simpático 
Hay mucho que te tiran, pero esos tipos son básicos 

Esta noche tu eres mi gata, y yo soy tu gatito 
Vamo' a meterle, abajo tengo la lengua del ático 
Discúlpame si esta noche me puse un poco sátiro 
Lo que pasa es que tengo ganas de meterlo rápido 

Cógelo, agárralo, uh 
Si tu quieres mas, pídelo, uh 
Coge ma, agárralo, uh 
Si te gusta, ma tómalo 

[Ñengo Flow] 
Faraon de Nether City, los culos los quiero sin celulitis 
Bien prensao', voy a hacer que te reviente ese booty 
Y es que fuma de la mata, que las neuronas me mata 
Por ahí viene Ñengo, enchumbando a toa' las gatas 

Night reason, baby here right come 
Activao' con la chicharra por si sale algún bocón, 
Pa' reventarlo 
Oh shit viene desde allí camelleando 
Pura mamasita sin ropa guayandome 

Pa' que te castigue te la pasas llamando 
Pa' toa' esa arrechera siempre estoy prestándome 
Nadie se va de este cuarto 
Hasta resolver la bellaquera 

Hasta resolver la bellaquera 
Nadie se va de este cuarto 

[De La Ghetto] 
Me pongo mas sátiro, y la toco rápido 
Le sobo ese bollo mas mojao' que un parque acuático 
Se lo entro rápido, y se lo saco rápido 
Le echo el polvo mágico que la deja en pánico 

Me pongo mas sátiro, y la toco rápido 
Le sobo ese bollo mas mojao' que un parque acuático 
Se lo entro rápido, y se lo saco rápido 
Le echo el polvo mágico que la deja en pánico 

La conocí en la disco, se me pega como groupie 
Ella bien fashion con sus amiga que son puppies 
Ella me dijo que si le meto al 2c 
Y le conteste que no, pero le como el pussy 

Se puso histérica, empezó a mover el booty 
Empezó a mover el booty, empezó empezó a mover el booty 
No le metas regular, lo que ella fuma es kushy 
Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

Uh ah pa pa pa pa, si suena duro como ussy 

jueves, 1 de octubre de 2015

Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti




Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)



Un sueño realizado

          La broma la había inventando Blanes —venía a mi despacho— en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet... Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor porHamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escarparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realtzado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer pued tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comersandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo lossandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de
espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer lossandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.

Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.

El suave olor de la sangre

¡Hola!,les dejo este relato de Marco Tulio Aguilera, disfrútenlo.


El suave olor de la sangre
Marco Tulio Aguilera

—Señoras, señoritas, señores, caballero conductor —dijo aquel extraño individuo que parecía haber escapado de una grotesca obra de teatro—, sírvome comunicarles que ha regresado la raza azteca, y que por lo tanto, no vengo ni venimos a vender agüitas milagrosas.

Vestía un taparrabos que ceñía con un cinturón de cuero lleno de herrajes. Portaba una pluma en la frente y tobilleras de conchas. Estaba de pie, al lado del conductor, al que le había puesto una mano en el hombro. Aspiró aire a fondo y continuó:

—Como podrán notar si miran con cuidado a lo largo de la extensión de este vehículo automotor, hay la cantidad de trece jóvenes sonrientes y armados con puñales, dagas, macanas, llaves inglesas, picahielos, cuchillos matamarranos, estiletes, y hasta inclusive, martillos de emergencia, de modo que lo más conveniente para la salud y el correcto tejido de la piel es que permanezcan en silencio, inmóviles, tranquilos, como en misa, digo.

Al mirar con mayor atención vimos que tenía una especie de rústico cuchillo de vidrio en la mano y que su punta estaba justo bajo la barbilla del conductor.

—Al señor autotransportista que con tanta gracia maneja la unidad le recomendamos que se desvíe de la ruta que le asignó el destino y busque las calles menos iluminadas, prefiriendo consecuentemente las sombras naturales de la noche. Insisto, antes de pasar a consideraciones mayores y atendiendo a la seguridad de los pasajeros, que no vayan a gritar o hacer visajes sospechosos, ya que puede suceder la infortunada casualidad de que se nos arrime una patrulla y quiera invitación a la fiesta. Anuncio a la comunidadque la presente no es acción terrorista, ni de locos solitarios ni de vinosos o drogadictos, pues como se podrá notar, somos jóvenes de saliva blanca y saludable, un poco huesudos y con verdor anémico, pero en realidad gente honorable, como quedará demostrado en lo sucesivo.

Vi que nadie se movía. Aquello no sólo era horroroso sino emocionante. Miré de reojo y me percaté de que el fantoche no estaba mintiendo. Distribuidos en el autobús había más de media docena de individuos extravagantes, que serían risibles si no mostrasen un fanatismo y una determinación indudables, aparte de armas rústicas escalofriantes.

—Todo lo anterior encontrará sus razones y justicias a lo largo del viaje, pues obedece a un planzote diabólico que yo y mis compañeros Tigres y Serpientes hemos elaborado con el puro ingenio y talento mexicanos. Somos, sépase, reclutas de la raza azteca, discípulos del guerrero Tlacaelel y estamos bajo el amparo del terrible Huitzilopotchtli, quien nos ha forjado invencibles, resistentes al dolor, aficionados a la mística de la flor y el canto. Y para demostrarlo, que suenen flautas y tambores, mis Tigres y Serpientes, mientras pasamos a suplicar a los señores pasajeros que aflojen cuanto tengan de valor, colocándolo en las bolsas, que para el efecto, mis guerreros pondrán al alcance de sus manos. Háganlo voluntariamente y con alegría, que es para una buena causa. Van a decir ustedes que tal vez somos malvadotes, vampiros ávidos de sangre y cosas de esas, porque picamos panzas y abollamos cráneos y amenazamos a los honrados ciudadanos que regresan a sus hogares después de la labor patriótica y sufriente de engrandecer a la nación y a la familia mediante el trabajo honrado; pero mis señores, pregunto, ¿es que no conocen la Biblia?

Nadie había dicho una palabra. El conductor ejercía su trabajo con la indiferencia de quien está acostumbrado a lo peor. El individuo seguía hablando. Parecía hacerlo con absoluta sinceridad, sin retórica. Sus compañeros lo miraban con humildad militar.

—Si el señor Dios, primero, el último y el único, dueño de las cosas del cerca y del lejos, les decía a sus profetas: “Maldigo al pueblo de Israel que adoró a los ídolos falsos; yo haré que se coman la carne de sus propios hijos”, ¿qué no diremos o haremos nosotros, apenas aprendices de reclutas abandonados de la mano de Dios? Amigos míos, discúlpennos, intención nuestra no es ofender a nadie, culpa no tenemos pues somos, como Holofernes, el feo general de los filisteos, como Nabucodonosor, el magnífico rey, instrumentos de la ira del Señor. Y sin embargo pensarán: son unos ignorantes, sin padres conocidos, unos hijos de puerca revolcada, unos pobres diablos que no poseen ni la tierra de sus uñas. Negativo, ni lo uno ni lo otro: somos, como quien dice, vengadores con conciencia. Pregunto: ¿Por qué los malvados tienen prosperidad en sus vidas? ¿Por qué el rayo fulmina al justiciero y no al ladrón? Uno aquí chíngale y chíngale y nada. Ellos allá muy despernancados con sus palabrotas y sus cochezotes, todos sonrisas y anteojos oscuros. Digo, es claro que esto es un atraco. Negarlo sería ver clarito en lo oscuro. Pero, momento: este atraco no es de los alevosos, no es un latrocinio seco sin razones y verdades, paso a paso se irán dando cuenta.

Los acompañantes del líder se paseaban de arriba a abajo, como exhibiéndose. Yo miré a uno directamente a los ojos. Me devolvió la mirara casi con cariño. No parecía mala gente.

—Tómese nota: los jóvenes que ustedes pueden ver tan bien adornados con sus cortopunzantes, sus plumas y sus conchas rituales no tienen rostros salvajes ni actitudes insolentes, sino que, muy por el contrario, y pese a la poca educación que han tenido por azares y brincos de la vida, se comportan con gentileza y si amagan golpear, lo hacen forzados por el instinto y la disciplina, resultado de terribles privaciones y peligros. Atención allá atrás, mi Tigre, a la señora del simpático bigote, sí, usted, con seguridad viene del banco y trae billetes uno sobre otro, bien planchaditos, y cuando llegue acasa va a contarlos a la luz de la veladora que ilumina a la Virgencita de Guadalupe, nuestra madre. Amiga mía, agradezca que le vamos a quitar ese peso de encima, recuerde la historia del camello y el rico, piense que si es oro se rompe, si es jade se estrella, si es plumaje se rasga. Palabras del divino Netzahualcóyotl.

Al decir esto alzó la voz, como quien anuncia un número de circo.

—Y para hacer menos doloroso este trance, mientras la nave avanza victoriosa contra las olas de la noche sin detenerse en semáforos, haremos unas preguntas, digo, para entrar en confianza. Veamos, usted, señor, el que tiene buena y bien plantada barba, comuníquenos su profesión. ¿Periodista, dijo? ¿Lo oyeron, mis reclutas? Aquí tenemos a un cortés informador que mañana nos va a exaltar con el pincel de su pluma. Ojalá nos saque también unas fotos en posición de asalto y con los rostros cubiertos y las fieras pelambres volando al viento. Prometemos que podrá conservar el rollo, y a cambio sólo le pedimos que escriba hermosamente sobre la raza, no vaya a decir que somos maleantes del orden común ni vinosos o drogadictos, y por favor no se fije en los fantasmas molares de Cacamatzin; el pobre no ha conocido dentista o matasanos en todos los años de su vida, que son catorce bien cumplidos, y que pasó en una ciudad perdida a seis horas del Centro, donde no hay más agua que la caída del cielo, ni más alimento que el hallado entre montañas inmensas de basura. Y mucho menos, señor periodista, se le ocurra inventar gestos criminales y crueldades dignas de bestias, y si por casualidad se atreve a revelar lo que va a suceder, no lo haga sin antes dar razones. Fíjese, digo, y tome nota que somos una banda bien organizada, un semillero de las futuras hordas aztecas que bajarán a la ciudad como la niebla. Escriba ahí que tenemos un plan de ataque y que no abordamos el barco todos en manada, como los piratas de la Malasia, sino uno en cada parada y solamente cuando tomamos posiciones, fue que este humilde hablante comenzó a desgranar su discurso mientras se preparaba lo que ha de venir.

Así había sido. Nadie notó nada extraño hasta que el hombre subió al autobús y comenzó a hablar.

—Somos nahuatlacas a mucha honra, y venimos como quien dice a quitarle un grano de arena al desierto de la injusticia y a refrescar los aromas de un pasado glorioso, hoy sepulto bajo los cimientos de rascacielos tan altos como la Torre de Babel y bajo las líneas del Metro que se abren camino hollando los antiguos palacios de nuestros antepasados. Conscientes somos de que en este territorio los de arriba engordan sobre los cadáveres de los de abajo, y cuanto más se roba, más blanquita se pone la piel, y todo sucede en una rueda interminable, sin descanso y sin piedad, digo. Usted, joven, ¿por qué tan serio? Miro en su rostro y en su cuerpo la preparación del salto del felino. Atención, mi buen Yoyotzin, arrímale el fierro a la vena asiática a ver si se le despierta la sonrisa y queda calmo, no vaya a hacer el viaje sin regreso al sitio de los descarnados. Recuerde, caballero, que “más vale perro vivo que león muerto”. A mis alegres Tigres y Serpientes les pido que se apresuren a buscar entre los más robustos pasajeros a uno de buena cara, lindo cuerpo, sin cicatrices, chichones o piquetes, blanquito como debe ser el enemigo, su cabeza bien formada, de acuerdo a la ley, para agasajarlo como se merece, ponerle su guirnalda de flores y darle a beber el agua del olvido, mientras yo sigo mi discurso sobre la múltiple conjugación del verbo vengar. Digo, aquí, según dicen, estamos en una democracia y es necesario extender sus derechos a todas las clases sociales. Los primeros libros son sabios porque, aunque fueron escritos con manos de hombres, sobre ellos cayó la luz divina. Los primeros libros anunciaron el porvenir: “En esta tierra nadie dice la verdad”, palabra de los sabios aztecas, y la verdad es que vivimos en una guerra perpetua, una guerra sin héroes auténticos, una guerra deshonrosa, en la que los antiguos valientes han bajado las cabezas. Nosotros, los jóvenes Tigres y Serpientes, hemos reconocido esa verdad y decidimos abandonar las vecindades miserables, el serrucho, los ladrillos, las taquerías a medio arroyo, las esperas inútiles, las miradas gachas. Sí, señoras y señores, tenemos la verdad y vamos a proclamarla y a ponerla en práctica. Regresa el reinado del Antiguo Testamento; aborrecemos de los lloriqueos del Nuevo, no creemos ni en Cristo ni en la humildad. Retorna con nosotros el imperio de la guerra florida, el suave olor de la sangre. Por un ojo cobramos dos ojos, por un diente, dos dientes. Lo dijo el Señor: “Va a llegar una desdicha tras otra. El fin ya se acerca, ya llega el fin. Míralo, ya viene allí. Se te llegó el turno a ti, morador de la tierra”.

Su voz se había levantado casi hasta el grito. Inmediatamente bajó casi hasta el susurro.

—Señora, déle el pecho al niño, no tenga pena, alimente al joven guerrero. La raza azteca respeta a las madres que son la tierra madura donde nacerá la generación que verá la nueva Tlalocan. El pasajero de allá, sí, usted: meta el brazo, no vaya a ser que quede sin el gusto de saludar con sus cinco dedos.

Uno de aquellos personajes se había acercado a un pasajero. Estaba sonriente. De una bolsa sacó lo que parecía un disfraz y una botella.

—Al prisionero elegido le damos una cordial felicitación y le pedimos que beba sin disgusto el licor que el joven guerrero le ofrece, beba, beba a su antojo, y si quiere fumar, hágalo y deje que su encargado, su servidor, de nombre Temotzin, le adorne la cabellera y el cuerpo con flores y plumas. Que suene la música de flautas y tambores para celebrar la elección, mientras yo continúo explicando a mis amigos que hubo un tiempo mejor en el que nuestros padres andaban desnudos y dichosos por una tierra que en lugar de penas daba frutos, por un paraíso en el que el agua era ambrosía, licor de dioses, por sendas de mil verdes que iluminaban la pupila, por un campo en flor, en el que los antiguos se despertaban con el estrépito de las aves preciosas, las rojas guacamayas, el ave quetzal, el pájaro de fuego, la garza azul, el pájaro cascabel, el pájaro dardo, el pájaro macana, un mundo en el que había sólo aquello que era esencial, sólo lo hermoso, lo indispensable, y en el que no se comerciaba ni con sueños ni con basura, sino con los productos de la tierra, esmeraldas rojas, escudos de turquesas, caracol rojo y conchas de colores, pieles de tigres, cintas para la frente, orejeras de oro y cristal de roca, rasuradoras de obsidiana.

El hombre parecía poseído. Sus palabras habrían sido maravillosas si no estuvieran anunciando lo que todos sospechábamos.

—Y miren ustedes, dolientes habitantes de la ciudad, a qué punto hemos llegado: el verdor ha sido cubierto con pavimento, el aire antes transparente que hacía de la vida una eterna embriaguez, ahora está lleno de gases y transforma la existencia en una náusea constante, los ríos ya no transportan el licor sagrado, sino física mierda excrementicia. Tome nota, señor periodista, digo, que no se le escape una palabra, que la voz de los Tigres y Serpientes llegue tonante a la nación mexicana y al mundo.

Súbitamente apuntó con un dedo hacia la parte trasera del autobús.

—A Bacuc, cerca de la puerta de salida, le pido que no se me duerma y que mantenga el matamarranos a la vista del público para que no haya equivocados o difuntos, que pueden ser la misma cosa. A Coyote Dos le pido que no se engolosine con la señorita ni le ande hurgando el escote con los ojos, pues no hay tiempo para incontinencias. Recuerde mi Tigre lo que pasó en el anterior abordaje, todo por no guardar los principios y la disciplina. A Cantor le recomiendo, por el contrario, que no se ande con decencias, pues si el caballero no quiere cooperar, es muy su problema. Atízale un suavezón tubazo en la base craneana cuidando de no darle en el occipucio, como se te ha enseñado, no vaya a suceder que el amigo se nos escape hacia el valle de los sin regreso.

Escuchamos un sonido seco, acompañado por un grito y luego gemidos. Yo preferí no mirar. Imaginé un cráneo hundido, vertiendo juguito como una sandía.

—¡Sopas, compadre! Que sirva esto de experiencia para que sepan que el asunto va en serio, y que no estamos en un circo sino en una guerra. Así está bien, mi don, quítese el saco y déselo a mi Coyotito que pasa mucho frío en estas noches de diciembre, y no me venga a decir que lo perjudicamos, pues con seguridad en el armario de su casa tiene seis o siete como el presente, además, digo, fíjese cómo le cae de bien ese color melón tierno a mi Coyote. Y usted, el elegido, siga bebiendo, comparta con nosotros y no se apure por tanta amistad de la raza azteca. Sí, muy bien. El señor conductor nos ha pasado la solicitud de que le ofrezcamos alguito de licor, que pues no conoce estas calles sin rumbo y teme caer a un abismo del drenaje profundo y necesita ánimo para seguir adelante sin luces; dice que tener la punta de un destripacristianos en el cuello y andar por semejantes desoladeros ya le tiene la garganta como el desierto del Sahara en la Arabia Inaudita. Faltaría más, cómo no, mi querido piloto, con todo el gusto del mundo le ofrecemos el agua de la vida, sabroso pulque añejado por la sabia Xochi, noventa y nueve años de paciencia al servicio de la fórmula secreta, todo, para que conduzca con alegría y nos lleve a buen puerto.

El conductor se echó un trago largo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No se veía asustado. Incluso llegó a solicitar permiso para prender la radio.

—Digo, que suene la verdadera música, no se pongan nerviosos los pasajeros de esta nave, señorita, no llore, no le va a pasar nada, ya le advertí al Coyote que no se haga la ilusión de manosearle, ni siquiera con los ojos, el virginal seno. Suelten sus anillos, relojes, pulseras, aretes, collares, billeteras… lo sentimos mucho, no aceptamos tarjetas de crédito, y piensen que lo aquí perdido, lo están ganando en otra tierra menos triste, la del Tlalocan. Recuerden que toda tristeza es vanidad. Dice el poeta: “De aquí nos vamos, tenemos que dejar los cantos, tenemos que dejar las flores.” Y nosotros, díganme, ¿qué estamos dejando? Pues basura, basura, basura: el Distrito Federal produce en una semana más desperdicios que mil años de babilonios, amorreos, hebefeos, asirios o árabes. Por eso, y para redimir la tierra y la raza, es que el combate debe comenzar, la verdadera guerra que iniciamos los de la Colonia Renovada Emiliano Zapata, donde hay menos agua que en el mentado desierto del Sara, y más basura que en el último estercolero del Juicio Final. Días tenebrosos vendrán. El que está en la ciudad buscará el campo y en el campo sólo hallará la peste. Regresará a la ciudad y sólo encontrará infortunios y calles deshabitadas. Los billetes inútiles serán azotados por remolinos de vientos negros como la bilis y nadie correrá tras ellos porque una tonelada de billetes no alcanzará para comprar un kilo de carne, y además, porque ya no habrá qué comprar, y acaso ni siquiera quien venda o quien compre. De los supermercados quedarán apenas los despojos, y toda hierba será masticada tres veces. Buitres, ratas y la variedad completa de las alimañas tenebrosas y las bestias recorrerán libremente las calles, y de todas las fieras será el hombre la más voraz y terrible. Los poderosos serán humillados y desearán cambiar sus lujos por el abrigo de perros sarnosos y el calor de vacas con muermo bajo los puentes. Toda belleza será abominable y las mujeres afearán sus rostros y ocultarán sus cuerpos bajo andrajos para no suscitar deseos pecaminosos. Todo verdor se amustiará.

Nunca, nunca había yo escuchado a una persona tan convincente. Ese hombre parecía tener el don de trastocar la realidad con sus palabras, era como un ilusionista. Un pase de sus manos lograba cambiarnos el paisaje.

—Usted, el de las sudadera azul, agárrese del tubo con las dos manos, de pie en el centro del pasillo y con las piernas abiertas y permanezca así hasta que terminemos nuestro mensaje y nuestro rito. Ya el elegido tiene los ojos alegres, de modo que es llegada la hora de que le pongan el chaquetín. Si le parece saco de harina Tres Estrellas, no se preocupe, imagine que está bordado con hilos de oro y que de sus holanes cuelgan mil campanillas de plata.

Me atreví a mirar hacia atrás. Un hombre le había pasado una soga en torno al cuerpo del que llamaba “el elegido”, inmovilizándole los brazos a los costados.

—Aprieta bien, cuidando, eso sí, que no se le vean afectadas las funciones circuladora y respiratoria. El señor de la corbata: abra su maletín y vacíelo sobre el asiento, no se preocupe por los documentos, podrá conservarlos al igual que el maletín: solamente le encargo la gorrita a cuadritos que va a adornar muy bien la pelambre de este servidor. Tú, Temo, apártate de la tentación, recuerda las enseñanzas y la mística de los caballeros Águilas y Serpientes: manos fuera, que la señorita ya dio lo que tenía que dar. Esto dice el Señor Dios tocante a los moradores de la ciudad: “Comerán su pan llenos de ansiedad, beberán su agua con susto, temerán que su tierra quede desolada de lo que contiene, todo, por la violencia de los que habitan en ella”.

Vi que a un hombre de camisa con paisaje marítimo, un joven con cara de rata le picaba las costillas.

—Que levante las manos, pues se le notan inquietas, muy bien, eche para arriba las manos y no se moleste si hoy se le olvidó restregarse el desodorante, peores pestes hay en este mundo y olores tan asquerosos, que los que viven en el centro de la ciudad no alcanzan a imaginarse. Tú, revísalo bien, que tiene cara de guardar los billetes en las partes íntimas, fíjate en los calcetines, se conoce a ese tipo de avaros por la temblorina que les entra cada vez que tienen que meterse la mano en el bolsillo.

Una mujer comenzó a llorar.

—No sufra, señora, no llore, guarde sus aguas para tiempos más negros. ¿Dice que le hemos quitado el dinero con el que daría de comer a sus hijos? Matzin, devuélvele seis mil pesos para que vea que somos humanitarios; con eso podrá darles frijoles a sus muchachos durante un mes, y si se quedan con hambre, muy bien, para que vayan educando el callo de la barriga. Se acercan los tiempos de las vacas flacas, y a mayor gordura y opulencia, mayor sufrimiento: pronto vendrá el paraíso de los flacos, la tierra prometida de los miserables. ¡Música, mis Tigres y Serpientes!

Sonaron panderetas, un flautín, conchas y un tambor. Aquello no era ruido solamente, sino una pieza bien ensayada. Gente profesional, de eso no hay duda.

—En aquel tiempo descendieron del norte las hordas de los aztecas, un pueblo perseguido por todos, un pueblo sin rostro y al que los habitantes del Valle de México preguntaban: “¿quiénes sois vosotros?, ¿de dónde venís?”. Era un pueblo guerrero, gente desnuda de ropa pero vestida con pieles de animales, feroces en el aspecto y grandes batalladores que se alimentaban de la caza y habitaban en los lugares cavernosos. Quisieron vivir en paz con los felices poseedores del Valle de Anáhuac, pero el rey Cocoxtli les asignó un erial de piedras y serpientes con la intención de que allí murieran de hambre y por las picaduras de las víboras. Más, oh ironía, los aztecas mucho se alegraron cuando vieron las culebras: a todas las asaron y se las comieron. Los aztecas, nuestros padres, como los hebreos, triunfaron sobre las malas artes del faraón y levantaron su ciudad, tan espléndida como Jerusalén.

Adivinamos que atrás estaban forcejeando. Nadie se atrevió a voltear.

—No se fijen, señoras y señores, en lo que pasa. Quiero evitarles malas impresiones. Me permitiré contarles que hemos puesto una cobija sobre el asiento del fondo para crear el ambiente necesario y estamos quemando un poco de sándalo, a falta de copal, que por las prisas del operativo no pudimos conseguir, digo, y esto para lograr el objetivo de convocar a los espíritus de nuestros mayores. Digo: al señor conductor le solicitamos que aminore la velocidad para facilitar la operación. Al periodista le damos licencia para que observe con sus propios ojos y si quiere tome unas cuantas fotos que harán atractivo su reportaje.

Una mujer, sin alterarse, pidió que le dejaran conservar su anillo.

–No, señorita, aquí no valen argumentos sentimentales: si es argolla de compromiso, déle gracias a Dios que usted la cede para una buena causa, agradezca que le quitamos el metal precioso y la piedra brillante que mañana serán lastre en las aguas de la desesperación. Del naufragio final sólo se salvarán los que vayan desnudos y humildes. Y ahora, antes de despedirnos, debo dar una mala noticia al señor que ya está con la luz dentro del cuerpo, con flores en el cabello y aromas en la piel, su chaquetín de lujo y su corona de amargo cempasúchil. Buena o mala noticia, según se la mire y considere: su persona, por razón de las bellas orejas y de la aún más hermosa apostura y la piel blanquita, ha sido escogida para dejarnos en recuerdo un trofeo que guardaremos con cariño y veneración. Le pedimos al público un instante de recogimiento y al elegido le solicitamos que permanezca absolutamente inmóvil, so pena de que se le escape el fierro de carnicero a mi amigo Tigre y se le inmiscuya en la digna panza; que permanezca inmóvil, digo, mientras Baltasar le agarra con un par de dedos metálicos la parte superior del órgano auditivo y con un bisturí se lo desprende de un solo tajo indoloro y sorpresivo, y esto, amigos, con dos altas finalidades: primera, que haya efusión de agua florida, tan propicia para la restauración del Sexto Sol, que es cuando la raza azteca saldrá de las profundas cavernas a recuperar lo perdido, y segunda, que se guarde su caracol de carne o pabellón auditivo pegado con un clavo en la pared-archivo del club y asociación nuestra como testimonio de una nueva y significante acción intrépida de los Tigres y Serpientes.

El autobús estaba casi inmóvil. Transitábamos por una zona oscura con las luces apagadas. Parecía que estábamos entrando en un enorme lote baldío. Las luces de la ciudad se veían como manchones entre lo que parecía ser un macizo de árboles.

—Se ruega por favor al público que no se deje arrastrar por la curiosidad morbosa, y que si en algo quiere cooperar, evite escenas lastimosas de gritos desgarradores, desmayos y aguas mayores. Cierre los ojos, amigo, así, no tiemble, y adelante, mi buen hijo de Huitzilopotchtli. ¡Son tus flores, oh dios del sol, flores rojas, blancas y verdes, flores bien olientes que se entretejen perfumadas, ¡jey, jey, jey, aleluya!

El “aleluya” se confundió con un alarido espantoso. Luego hubo un silencio total. El hombre volvió a hablar de forma sosegada.

—Sépase que no hacemos esto por crueldad sino a manera de perpetuación de las costumbres de los aztecas que extraían corazones para que la maquinaria del universo siguiera funcionando, y que si nosotros no repetimos el acto en su totalidad es por falta de recursos y de tiempo. Así como los hebreos rescataban de los cadáveres como trofeos mil prepucios de filisteos y de la misma forma en que al abrir la puerta de su casa Eloibeth halló quinientas cabezas de sus enemigos, y todo ello fue del agrado del Dios de los Ejércitos, nosotros también queremos levantar esta oreja como sacrificio y holocausto para renovar el suave olor de la sangre, agradable a los ojos del señor. ¡Miren, miren!

Algunas personas se voltearon descaradamente a mirar. Una anciana se desmayó. Estuvo a punto de desplomarse en el corredor. Uno de los asaltantes la tomó con delicadeza y apoyó su cuerpo en el del pasajero vecino.

—Además sirve este acto mínimo e indoloro, si se lo compara con el exterminio de pueblos enteros, como anuncio de otras ofrendas mayúsculas que acontecerán cuando se revienten los hilos de araña que columpian a esta nueva Babilonia, el día en que los caballos correrán desbocados y los jinetes se llenarán de pánico. El que sea prudente, que entienda estas cosas, el que sea cuerdo, conózcalas. Detenga la nave, señor conductor.

Era inútil pedir que se detuviera. Desde hacía algunos minutos estaba inmóvil.

—Y diciendo estas palabras desaparecen los espantos—. Los invasores comenzaron a bajar—. Aquí nos quedamos, señores, señorita, caballeros, tras cumplir con el sagrado deber de nuestro ministerio. Nos despedimos de mano y de corazón. Recuerden: somos el anuncio de lo que ha de venir.

El camino de regreso a la ciudad fue tan extraño como el asalto. El conductor estaba totalmente borracho y cantaba rancheras. Estuvimos a punto de desbarrancarnos varias veces. El herido seguía atado. Una mujer le había tomado la cabeza, la refugiaba contra su pecho y con un pañuelo trataba de contener la hemorragia. Llegamos a un hospital, abandonamos al herido al frente. A nadie se le ocurrió desamarrarlo. Allá quedó, gritando como un cochino con el cuchillo en la yugular. El conductor volvió a su ruta y nos fue abandonando en nuestros destinos. Eso fue todo. Supongo que nadie puso la denuncia. Nos fue bien. Por otros rumbos de esta ciudad no cortan la oreja, y hacen desaparecer los testigos. Además, como decía un compañero de viaje: ¿Para qué discutir, si tienen la razón?